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sábado, junio 15, 2024

La noche del domingo en el parque central del pueblo

Reportajes

César Rito Salinas

Mi madre dijo “cuida tu cabeza”, en la noche que ardía de calores sonaron los disparos, pero yo no hice caso, salí a la calle, fue más grande el deseo de beber café que el temor de arriesgar la vida entre tanta oscuridad.
Todo esto lo cuento ahora que la calma se fue del pueblo.
Rumbo a la tienda encontré tres perros, cuatro perros tirados en el camino. Los cuerpos de los perros en el suelo formaban la diagonal sobre el piso del parque (los árboles alargaban sus ramas, como tenazas de cangrejos). Cuarenta y siete grados centígrados a la sombra. Los animales inventaron una figura para menguar el calor sobre el pavimento, una figura que hacía refrescar el aire caliente.
La diagonal de perros echados formaba una cicatriz, un tajo sobre la tierra.
En la noche el cuerpo demanda café, aparecen los perros.
Ahí estaban los perros callejeros, como si me estuvieran esperando, Solovinos, echados guardaban distancia entre sus cuerpos, cruzaban el suelo como si fueran palomas (en la hora del calor quien anda sólo mantiene el rostro bajo).
Los perros son sabios. De pronto aparecieron los peatones, brincaban el cuerpo de los perros echados en el parque. Los perros no se inmutaron, mantuvieron la posición. Perros callejeros que no obedecían a nadie; los ojos cerrados como inocentes en la cuna. Distantes, metidos en su descanso, como estrellas; brillan, pero no les importó quién andaba corriendo en la calle.
Tirados en el piso como cuerpos sin deseo, troceados, como piezas con las que se forma una figura, el lenguaje antiguo, un signo.
Aquello que los perros tienen que decir no es del interés humano cuando entre el calor y los disparos se animan los demonios.
Quizá sea el lenguaje de los difuntos que corre entre los perros, el aire caliente. Quizá los perros hablen con la oscuridad. Entrecierran los párpados con la cabeza puesta en el suelo, como si estuvieran heridos o esperaran la muerte. O se alzaran en el confesionario. Como santos que hablan con un Dios necio que no responde a sus plegarias; rezos al Dios que ya renunció a su tribu.
Los perros echados en el piso permanecían su oración al aire.
Dispusieron el cuerpo para cortar la temperatura en la hora caliente de la noche.
A esas horas salí a buscar café, mi cuerpo necesitaba beber para enfrentar el silencio, esta vida municipal que mueve cargada de silencio, se necesitaba algo de beber para tragar las horas que se atascan en la garganta. Avancé unos metros con las manos metidas en la bolsa de los pantalones, pude tocar las monedas. La tienda mantenía encendidas sus luces sobre el muro; luces contra el aire caliente y su silencio.
Los perros echados en el piso del parque central como una aparición entre el silencio de la muerte. Emergieron con su geometría, la ecuación sobre el suelo del parque. Destacaba la cola, casi se unía con la cabeza del perro que le seguía. Si midiera con una cinta métrica descubriría que el espacio entre cabeza y cola era la misma repetida tres veces. Puedo enumerar. Uno, hay cuatro perros echados en el suelo del parque; dos, el espacio entre ellos mantiene por distancia una misma distancia. Tres, son tres los perros, cuatro cabezas, tres cuerpos que aparecen dentro del campo visual.
Cuatro colas, tres espacios donde se extienden y casi se tocan.
¿Será una cifra la que resuelva el silencio? ¿Cuatro menos tres? ¿Será otra forma de conectarse a partir de la pérdida? ¿Lo discontinuo? ¿Lo inexacto? ¿Lo interrumpido?
¿Qué nos enseñan los perros tirados en el parque de un pueblo perdido en la noche de calor y silencio?
La cifra está en mi cabeza, cuatro menos tres. “Que no te roben tu cabeza”, decía mi madre. Y en la noche cerraba puertas y ventanas. ¿Cuántos perros están echados en el piso? ¿Cinco perros?
Los miro y me siento perro que intenta descifrar una escritura basada en temperatura y salinidad del aire. El Golfo de Tehuantepec.
Los perros respiraban con pausa, más allá del cuerpo y sus espacios, la calle, el parque; el silencio. Las cifras. La noche. ¿La noche es una cifra? La noche será la tumba de los perros en el piso. ¿Cuántos perros son?
Las estrellas miraban la figura hecha por los perros en el piso del parque, en un pueblo perdido, el sitio olvidado.
Cuando hace calor me da por el café. ¿Cuántos perros? Los cuatro perros buscaban un acomodo para refrescar su cuerpo en el sitio del calor, el lugar adverso. Yo los contaba, distinguí la imagen, los perros en el suelo en diagonal como la línea que cargo en mi cabeza desde la infancia.
En ese momento en la calle principal se escucharon balazos.
Los perros me enseñan a interactuar con el sitio adverso. A solucionar sin miedo el momento de soledad, “busca tu acomodo, que el calor no te quite la cabeza”, dijo mi madre. De los perros destaco una obstinada permanencia, son eternos. Con todo en contra emergen, renacen. Los perros me enseñan a interactuar con el calor, el sitio del peligro.
La clave es simple, sumergirse en el sitio y desaparecer. Cerrar los ojos. Mantener un orden; la distancia exacta entre los cuerpos, una respiración. No tocar. Mantener el equilibrio entre los cuerpos, no transmitir el calor, no acelerar el pulso. El corazón agitado genera calor.
El miedo es una bestia que baila con el calor.
Mi madre dice la calor.
Para no incendiar el sitio donde duermen los perros no se tocan; se olfatean, pero no se tocan. Hacen distancia, resulta la mejor estrategia para alcanzar sobrevivencia (na vez escuché una historia donde alguien permaneció oculto en el cañaveral por una semana, hasta que pasó la víctima). Cuando andan en brama montan y desmontan; en el punto que los une alcanzan la transmisión de los fluidos. Los perros no transpiran, babean. El sudor les sale como escamas, costra, caspa blanca. Sin tocarse. Día de los 47 grados a la sombra, los perros se acuestan en el sitio donde cortan el viento. No se tocan. Mantienen una figura que hace que descienda la temperatura cuando el viento pasa entre los cuerpos dispuestos en escala, separados por la misma distancia. El aire toca el primer cuerpo y baja al segundo, al tercero; refrescado ya al bajar. Toca el aire al último perro y sube al segundo, el primero, removido ya. Movido. Reinicia. Cortan el viento por tramos y lo que resulta es un espacio con menor temperatura. Con el viento se comunican, el calor los convoca a echarse en grupo escalados. Esperan metidos en el sueño. El aire remueve el calor, aleja la enfermedad (hidrofobia), sólo entrecierran los ojos y el número que hacen con los cuerpos, la negación, la inexactitud remueve lo adverso.
Los perros saben de la palabra negociación.
Una forma de evitar el calor resulta de ocupar el espacio por cuadros, en ágiles relevos.
El sitio. Este es el lugar que habitamos y no otro, ¿para qué maldecir? El sitio adverso donde el aire pasa por el camino, necesario.

  • Que no roben tu cabeza –repitió mi madre.
    Clarito sentí el peso de la pistola en mi cintura, me detuve.
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