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sábado, octubre 5, 2024

Pequeña arqueología de los oficios

Reportajes


César Rito Salinas

No hay escritura sin libros -las palabras escritas forman un diálogo con otras escrituras, no con los humanos-. La actividad lectora será principal para desarrollar la letra propia, pero, si en aquella infancia de soledad y sal de la casa materna no había libros, ¿de dónde me viene este diálogo con las letras?
Corre el viento, regreso al mar de mi infancia en Salina Cruz. Mi padre, marino militar, salía temprano a primera hora del día al trabajo en el Sector Naval. Mi madre, ama de casa, indígena, analfabeta, hacía su jornada dentro de casa. Este es el principio de la escritura, estoy con mi madre dentro de casa, no salimos a la calle, no guardo recuerdos de la calle, el barrio, el mercado. Para entretener a su pequeño hijo, su benjamín, mi madre me alcanza una libreta y una pluma para hacer mis garabatos.
Era pequeño, apenas había dejado sus brazos.
Solo recuerdo imágenes de aquella calle que imaginaba dentro de casa, creo que este es el punto, la actividad imaginaria se vio obligada a surgir porque padecíamos encierro.
Los días se dividían entre el salir de mi padre hacia su trabajo y el preparar la cena a su regreso. ¿Qué ocurría en ese espacio de muchas horas? Mi madre escuchaba la radio durante todo el día.
Como todo hijo de un padre que labora en las fuerzas armadas, mi infancia me dio conocimiento de las armas.
En mi cabeza permanece la imagen de mi padre, un hombre alto, moreno, vestido de militar, que carga a su costado su infalible pistola 45. Hay niños que guardan en la memoria el instrumento de trabajo del padre, azadón, machete, zapapico, palas, cucharas de albañilería, maletín de oficinista.
En la infancia se guarda en la memoria el instrumento de trabajo del padre; guardo una pistola, un fusil, la cartuchera. El estuche donde se guarda el arma. Las balas, su forma oblonga, regordeta, cabeza rapada -calibre 45.
Los padres nos dan amor, y la imagen del mundo.
Las herramientas de trabajo.
Mi madre en la cocina, en sus labores, pendiente de la llegada de mi padre.
Y en aquella espera del padre, el niño que fui toma una libreta del padre y se pone a escribir. ¿Cómo llegó la libreta a la mesa de nuestra casa?
Padre y madre llevaron una vida dura, papá no solo trabajaba en el Sector Naval, también hacía comercio. Al ser mi madre analfabeta le tocó a mi padre llevar los números, los presupuestos, el registro de las infalibles cuentas por pagar.
Y encuentro que este fue el primer contacto con mi escritura, el cuaderno y la pluma.
Padre llevaba una pluma fuente, recuerdo la tinta, el olor de esa tinta oscura.
Tenía un juego de plumas fuente de oro, por las noches -antes del sueño- lo veía en la mesa afanar su vista entre garabatos negros, sobre aquel cuaderno de nivel -pequeña libreta dispuesta a rayas.
Tengo presente asuntos de su vida cotidiana. Cuando entonan el himno nacional, cuando veo agitarse la bandera, siento aquella emoción de estar junto a mi padre, se enchina la piel.
Padre falleció cuando yo tenía nueve años, me dejó una grande ausencia.
Algo me falta en los días, desde aquella edad del asombro. Y, también, al sentir la emoción por su imagen en mi cabeza se levanta una certeza, soy escritor.
Esta certeza me viene desde aquella edad en que me recuerdo antes de ir por vez primera a la escuela, conocer el libro, antes de conocer las letras.
Soy escritor.
Este oficio no me lo aseguró nadie, otra persona; esto me lo dice mi madre, analfabeta. ¿Qué idea tienen las madres analfabetas de la escritura? No lo sé, nadie lo sabe.
Ella se acerca al pequeño que simula escribir y levanta el cuaderno y la pluma que tengo en las manos, y me dice: eres escritor. Y esa es la única herencia que me dejaron los padres, aquella frase que me dotó de un oficio.
Los padres toman en sus hijos la idea de que el tiempo, su tiempo, será infinito. Que siempre por siempre permanecerán en la tierra, con nosotros (para ellos, en este mundo de deberes uno puede dejar de respirar, pero nunca se podrá dejar de trabajar).
Este mundo laboral se logra con un recurso de la imaginación, los adultos lo saben: la vida es frágil, perecedera. Ante aquella verdad, los padres sienten emoción cuando miran que los hijos se inclinan por algún oficio, porque en los oficios no existe la muerte -los oficios forman la comunidad que no desaparece. Siempre habrá gente que construya casas, que siembre la tierra, que se haga al mar en barcas. Siempre habrá gente que practique el comercio, que venda en el mercado; siempre habrá fiesta y músicos que animen esa fiesta, muertos y sepultureros.
De alguna forma en los oficios recuperamos la condición divina, de dioses, el tiempo en que permanecemos intocados por la muerte. Mi madre tuvo una infancia dura, hija de cocinera zapoteca y de un curtidor -al abuelo Donaciano le decían Don Majá, con lo que querían decir su referencia laboral: Donaciano el hombre que trabaja en las majadas.
Las majadas estaban en el cerro, era el espacio apartado del pueblo donde algunos hombres malditos se ganaban el pan de sus hijos, entre pila de cal y sal, pieles en putrefacción, moscas y gusanos, hedor.
La majada resultaba el espacio de la curtiduría. A mi madre le tocó lavar aquellas ropas del abuelo. Por eso entiendo que a mi madre le causaba alegría el verme tomar la pluma y el cuaderno, escribir. Porque era un destino diferente al que ella conocía por el dolor, el de la gente pobre.
Ganar el pan de la mesa cuesta, abandonar los sueños que se tienen para esta vida cuesta más. En la hora temprana de la infancia un niño toma la libreta de su padre, sube a la silla, toma la pluma y escribe -hace como que escribe. Y en la imagen acción performática el adulto que soy encuentra las horas de su oficio, la acción performática, la imagen del hombre concentrado que escribe.
Encuentro que escribo para los muertos, realizo mi trabajo sin descanso. Mi madre me observa mientras juntos esperamos que vuelva del trabajo mi padre. Soy el niño solitario que fui, permanezco en casa junto a mi madre -a la espera del regreso de mi padre. Ya de adulto nada ni nadie nos explica por qué desempeñamos el trabajo que tenemos, de dónde nos vino el oficio que permite llevar el pan a la mesa en nuestra casa.
Somos lo que miramos en la infancia.
Escribo en soledad, sé que estoy al resguardo de mi madre, que protege con su mirada a su benjamín, su hijo último, mientras este simula que escribe.

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