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sábado, octubre 5, 2024

Los partidos narrados por televisión

Reportajes

César Rito Salinas

Uno

Alguien me dijo en la escuela que contar un cuento podría ser como narrar un partido de futbol, tejer las palabras como lo hacen por la televisión.

Murió mi padre, perdimos la casa, de aquel tiempo de la infancia recuerdo muy pocas cosas, nadie recuerda sus momentos amargos -que no se pierden-, esos que insisten en volver.

Aunque lo intento, no recuerdo los partidos de futbol por la televisión.

En la casa jugamos cascaritas, ya olvidé el nombre de los amigos que jugamos en el patio de la casa de mis padres -tierra seca llena de piedras-, no puedo recordar las alineaciones que ponía mi hermano ni los goles que me tocó anotar en aquellos partidos.

Escucho las voces que llegan sin rostro, empujadas por el viento, inesperadas.

Al inicio del tercer grado de primaria el profesor nos encargó escribir una composición titulada Una tarde en casa.

Domingo, mediodía, fui a casa de los vecinos a mirar el partido, eran los únicos en el barrio que teníamos tele, jugaban Pumas contra Cremas, una voz con acento extranjero narró el juego: el nueve pasa la bola al once, el once dribla, devuelve la bola al nueve que saca un gran disparo.

Ese mediodía el narrador decía los comentarios precisos, puse atención a las palabras extrañas, mal dichas o dichas de otra forma (trallazo, por ejemplo).

En la tarde jugué en el patio con los amigos, mi hermano mayor -el encargado de poner las alineaciones de los dos equipos, con indicaciones de mi padre- me puso de centro delantero. Anoté algunos goles, no recuerdo si dos o tres; mis amigos, por la cifra de anotaciones alcanzadas en aquella tarde me dijeron Cabinho.

Recuerdo el sonido de sus palabras en aquella tarde en el patio de la casa junto a la carretera.

Dos

¿Qué puede esperar el hombre que lee bajo el sol? Nada, o, propiamente dicho, que ocurra lo imposible.

En primer lugar, que se quitara el frío, que sus huesos recibieran algo de calor con el sol, y nada más.

Que era mucho pedir, lo sabía; ningún hueso quebrado en la infancia puede recibir el calor que necesita para alejar tanto frío.

Entonces leía parado junto a la pila de agua y el lavadero, adentro, en la habitación, crecía el frío y eso me hacía salir de la madriguera.

Ella regresaba al mediodía con una gelatina en la mano, una fruta, alguna golosina para compartirla conmigo; puedo recordar con precisión cada alimento que me entregó en aquella estancia.

Por aquellos días yo intentaba volver a la vida, salir de los libros, del viejo conflicto para elegir entre escritura o existencia.

Intentaba recuperarme de los errores y sus consecuencias, huía.

Me pasaba las horas recargado contra el muro de la pileta, recibía el sol de la mañana, veía el lento paso de las horas sobre el bosque de pinos; mañana y tarde.

Desde mi puesto de sol y lectura podía observar el movimiento del perro, su cola mocha que intentaba emerger, como un muñón.

Arriba corrían las nubes de septiembre, los aguaceros atrasados; abajo, sobre la tierra roja, aullaba el viento entre las pequeñas casas de adobe, el silbido triste como lo hizo hace cinco mil años antes.

La tarde anterior desde el puesto de lectura observé que los trabajadores de la compañía de electricidad llegaron a reparar los cables, pero se marcharon antes que bajara la neblina.

Intento repetir el tono o lo que yo creo escuché en esas tardes de futbol; algo inasible, como aquella voz de los partidos narrados por televisión.

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