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sábado, julio 27, 2024

Los hermanos tienen un barco

Reportajes

César Rito Salinas

La moneda llama a la moneda; en la calle los alcohólicos invocan con ese primer dinero de su borrachera, El Diablo.

  • ¡Mantenido!
    En la esquina suena la máquina de la tortillería.
  • Pon El Diablo –dijo Margarito.
  • Soñé con la Matlazihua –dijo Ingeniero.
  • No hables de eso, trae la desgracia –dijo Poeta.
    La amistad les indica callar, sólo caminan tras los pasos de Canela, la perra que los guía hasta las piedras, en los límites de Monte Albán. – Pon El Diablo – dijo Margarito.
    La historia del ebrio que falleció junto al puente la escuché en el taller literario de Servín, allá en La Venturosa, contada por alguien que dijo ser hermano del muerto (Clan de la Tortilla Grande).
  • Aguanta la risa mientras llegan los payasos –dijo Ingeniero.
    La moneda refulge con la luz de la mañana, pasa la gente. Algunos señores levantan la mano, saludan a los hombres sentados en la banqueta. Las mujeres bajan la vista; caminan al molino, al trabajo. Los albañiles y sus chalanes pasan, sonríen a los tres hombres. Uno de ellos se detiene, de su bolsillo saca monedas que deposita junto a la moneda huérfana, El Diablo. Esas pocas monedas llaman a otras, y otras más. La mañana será alta cuando los tres hombres levanten la morralla y se alejen rumbo a la casa con ventanas enrejadas donde compran un cuarto de mezcal.
  • El Diablo es bueno, efectivo –dijo Margarito.

La gente paga para que espante la mala suerte (“alguien tendrá que morir para que yo viva”). Pongamos las cosas en claro, los sábados acostumbro desayunar en la cama. Esta costumbre me viene de mi tiempo en la burocracia, cuando llegaba hecho polvo a la mañana del sábado y sólo quería estar en la cama hasta el mediodía, sentir mi pierna derecha extendida y así, acostado, imaginar el recorrido lento de la sangre desde mi cerebro hasta la punta del dedo gordo.
Cuando uno se encuentra lleno de cansancio en medio de las prisas no tiene tiempo para imaginar sus piernas, sentirlas. Al despertar la mañana del sábado sólo deseo sentir mi pierna, extenderla en la cama, imaginar los dedos de mis pies, moverlos mientras escucho música. Recostado se facilita imaginar otra historia, un cambio. Despierto por costumbre a las siete treinta, abro los ojos y recuerdo que es sábado.
La mañana del sábado, la luz entra perezosa por la ventana, vivo en un edificio de apartamentos, en la tercera planta. Me siento contenido por la luz, floto. Soy polvo, polución, suspendido en el aire.
Extiendo las piernas, pego los brazos al pecho mientras la música corre como en el recuerdo de una atmósfera de la adolescencia. La luz del sábado en la mañana me recuerda que tengo que realizar la escritura, voy al mueble, levanto la libreta y regreso a la cama. Aquí debo aclarar que hay un paréntesis, recibí y respondí un correo electrónico, una invitación a participar en una lectura de poesía en la biblioteca pública.
Lo importante de señalar el paréntesis es que en la escritura no existe el paréntesis, sólo una respiración distinta que distrae la emisión de las letras, el vuelo de las palabras sobre el lomo de las letras. Entre las páginas está el bolígrafo que tengo en cada libreta, mantengo muchas libretas distribuidas en distintos espacios de la casa. Nadie sabe en qué momento llegará el sonido que hace la escritura. Una casa forma la confianza para realizar la lectura; la disposición de libretas construirá el espacio para hacer la escritura, de ahí parto.
Libretas de tapa dura ilustradas con distinto color. Verde, rojo, azules, el azul está en plural porque tengo tres libretas de pasta azul. Para cada libreta llevo un tema, un apunte, no combino temas ni apuntes de escritura que pienso desarrollar más tarde, cuando pase el cansancio de la semana.
En la mayoría de las ocasiones estos apuntes sólo le hacen caldo gordo al dueño de la papelería donde compro las libretas, porque las notas que hago terminan en nada. Sólo son letras de solo.
Ya entró la tarde, rondan los zancudos.
La mañana del sábado soy otro. Diferente al que todos los días abre la puerta y saluda a los vecinos, que sonríe y espera su turno en la tortillería. Sobre las trescientas palabras de este apunte descubro que me extravío, ¿por qué será tan difícil sostener un tema que me interese desarrollar? Escucho mal, me desoriento y distraigo. Bueno, sigo, escucho un ritmo, una música, escribo, mi cuerpo baila cuando escribo, como si siguiera el sonido que me llega de lejos, por sobre el ritmo; en verdad la música que sintonizo es boba, sonsa.
Sólo la ocupo para que el otro ritmo, el que cargo dentro, que viene de lejos, que ya existía antes de mi presencia, salga y compita, se imponga a los ritmos del exterior, del espacio que habito, el ruido del día de descanso. Ya.
El ritmo sale, toma mi cerebro, ordena y manda sobre los dedos de la mano que ahora están en el teclado. Ejerce los controles. Escribo. Navego. Obedezco. Escribir desde un sonido y no desde una idea. En esta parte debo reconocer que cuando se escribe bajo la obediencia de un ritmo, al fijar las mayúsculas altero la música, corto el desplazamiento de lo que avanza a través del espacio y mi cuerpo, este rimo que hace la letra califica como anarquista, no respeta ni jerarquías ni gobierno que no sea el propio, el de la mano que se agita.
Escribir por sonidos que no son los tonos musicales sino otro, algo que está en mi cabeza desde mi infancia (las palabras, las historias ya estaban ahí).
Que ya existía. Prenatal. Escribo, mi cabeza se siente despejada, no hay ansiedad, no hay prisa. Mañana de sábado. Suspendo la escritura en la libreta, esto me agrada, y salgo a poner en el teclado este impulso escritura, esto me parece como desdoblarse, ser otro, dos cuerpos y ocupar dos espacios con una sola cabeza que ordena a los dedos moverse. Siamés. Voy bien. Mañana de sábado harto de la vida, el trabajo, las personas, convencido y más que convencido, seguro de que lo único que pido a esta hora es que me dejen en paz, que no me interrumpan y que pueda, con la mayor calma del mundo, sentarme a escribir.
Porque el cerebro de quien escribe resulta similar al cerebro de un adicto, siempre te conduce a una tensión que te acerca al consumo. Quien bebe y quien escribe forman La Hermandad de los Labios resecos. Vuelvo, juro no volver a escribir, me mantengo por unos días y vuelvo. Recaigo. Así aparecerá la buena conciencia, la moral, la falsa moral, la doble moral y el golpe del mundo que rueda empecinado.
Escribo. Ahora mi cuerpo saliva. Y pienso en comer algo ligero que me permita seguir escribiendo. Ya está, brota la imagen de un yogurt casero, de mango. Si, un yogurt de mango, frío. Y salgo, lo preparo, en una traza alta pongo el yogurt y le agrego un combinado de semillas que proporcionan energía al cerebro. Regreso a la mesa, la letra avanza, se cierra sobre el espacio en blanco. Escribo, lleno la página de letras. Suena la música, la que cargo en mi interior y la que suena en el exterior, una trompeta, mientras la nube de zancudos en este julio de aguacero se derrumba sobre mis brazos con ataque de pilotos kamikaze. No puedo escribir y matarlos. Todo esto, comer, la música, los zancudos levantan presencias para dejar de producir el sonido que siguen mis dedos, el prenatal.

  • Bebo de tu compasión, arroja tu moneda –dijo Margarito frente a un hombre que caminaba en la calle mientras el aire de la mañana esparcía papeles sobre los muros.

Sobre las hojas del libro soy un niño que se guía por el volumen de los colores. En la mañana busco la página donde detuve la lectura de la noche anterior, la narración llega entre señales; encuentro la página, mis ojos reconocen los renglones marcados en rojo y azul. Tengo preferencia por el subrayado a dos colores, armo una estructura de sonidos con las letras subrayadas, a partir de los colores.
Cuando realizo la jornada de lectura ando armado con bicolor, como los maestros albañiles que trajinan entre andamios y muros amparados por un trozo de lápiz de dos colores entre la oreja. Me gustan los subrayados cortos, remarcar con rojo. Despiertan mis sentidos, me disponen a abrir el pensamiento, me orientan entre la mañana de los ojos cansados.
El azul construye concepto y significado, constancia y trabajo, teoría literaria. Siete líneas rayadas en azul, entre una línea punteada en rojo arman el sonido específico que llega desde mis ojos a todos los órganos del cuerpo. Parto del color y su sonido a lenguajes mayores. ¿Qué es el lenguaje? Una carga, una intención, un señalamiento tenso, una seña.

  • Pon El Diablo.
    El rojo y el azul me acercan a la realidad figurada en el preciso instante en que aparece sobre la página el amarillo, con su sonido repleto de calles, mezcales y cantinas.
  • Pon El Diablo.
  • Ella me quería –dijo Poeta.
  • Ella no te quería ni madres –dijo Ingeniero.
  • Presta pal marro –dijo Margarito.
  • Ya abrió la Quesera –dijo Ingeniero cuando se levantó para seguir a los ebrios que agarraron camino, rumbo al expendio de mezcal.
    En el taller literario aprendimos que las palabras vuelan sobre las palabras, más allá de significados, como la solitaria moneda de los ebrios que inicia la borrachera, El Diablo.
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