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sábado, julio 27, 2024

Los olores aprendidos en la infancia

Reportajes

César Rito Salinas

En la tercera calle de Cinco de Mayo y López, frente al edificio de la presidencia municipal, la asaltó el aroma de las lentejas hervidas con piña y manzana, chorizo y tocino; canela.

Armida llevaba prisa, ya iba a terminar la hora de oficina y temía perder la posibilidad de realizar el pago del predial; de no hacerlo la cuenta se llenaría de recargos, intereses.

Era día de quincena, el banco repleto de una clientela hostil que llegaba hasta las puertas transparentes; una larga fila de pensionados, empleados que recibían su salario vía nómina bancaria. Pasado el mediodía entró a la tienda por los encargos de su hija, la tela para el uniforme, la cinta azul de su cabello.

Con el dinero en la bolsa dejó el trámite municipal como último pendiente; pasaría a pagar y tomaría el camión que la dejaba en la esquina, a pocos metros de El Florida. Se le fue el tiempo en el mercado, le habían llamado de atención unos aguacates criollos, de los que se comen con cáscara.

Pensó en chino Chico.
Con tantas cosas en la cabeza dobló la esquina y resbaló, la pierna derecha que no apoyó bien, nadie la vio caer.

Al incorporarse le asaltó del olor de las lentejas. Primero se lo sacó de la cabeza como quien se quita el apuro de algo sin importancia, que puede esperar a ser solucionado más tarde; diez metros adelante el aroma emergió como algo que requiere ser atendido en ese preciso instante, como cuando olvidaba la olla en la estufa. Frente a la puerta de oficina de recaudación de impuestos el olor de las lentejas hervidas fue irresistible, salía de los muros del edificio, del piso pavimentado con cantera verde, del aire. Volvió sus pasos. Apretó con fuerza la bolsa del mandado. Avanzó unos metros y el olor ya era presencia picante, le brincaba en el pecho; recordó su infancia.

La calle estaba sola, ya casi era la hora de comida, ella, Armida, por aquel aroma del guisado había dejado de cumplir su obligación. Pero en ese momento nada le importó. El aroma la llevó a una calle lateral, una cerrada. Antes de doblar la esquina pudo leer: Las Rosas. Contrario a las medidas de seguridad que tomaba en últimas fechas ante el incremento de la delincuencia en el puerto decidió aventurarse por la calle desconocida.

Un muro largo, de piedra laja, la llevó hasta una diminuta puerta verde, de ahí salía el aroma de las lentejas hervidas. Armida, guiada por el aroma del guisado empujó la puerta y una voz conocida se dejó escuchar en la penumbra:

  • Pasa, ya estamos por servir la comida.
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