César Rito Salinas
Sobre el hombro izquierdo, donde se carga al amor, el hombre luce un enorme tatuaje en forma de corazón partido en dos por una afilada jara.
En el primer segmento atravesado por aquel rudimentario mensajero de la muerte está escrita la letra X, en el segundo la R. El hombre porta con agrado su tatuaje de amor eterno. Sus señas generales, su documentación de viaje, sus documentos de marino, se complementan con la clara imagen de un tiburón perfectamente dibujado en el muslo derecho.
El escualo, feroz, navega con la dentadura de tres hileras dispuestas al ataque con buen tiempo, libre, hacia los mares de la ingle.
Con estas señas particulares que le grabó en el cuerpo algún amor, el hombre bien sabe que regresará a su casa, que alguien lo traerá de vuelta, porque será identificado con suma claridad aunque lo agarre la borrasca, el mal tiempo, en el mar o la cantina o la muerte
Remedios. Con su primera semana de mal salario se compró un frasco de oloroso perfume, una pañoleta roja para amarrar sus cabellos, una blusa blanca. En su día de descanso se fue al puerto a recibir la brisa fresca del mar, y a reír con sus amigos marineros. Se ganaba la vida fregando trastos, pisos, lavando ropa ajena.
Doce horas de jornada, mal salario, alimento y unas cuantas monedas para el camión. Remedios tenía una hija que cuidaba su madre, en su pueblo.
El salario le alcanzaba para pagar el cuarto en el puerto. La comida la hacía en la casa donde prestaba sus servicios.
Era buena mujer, trabajadora. Era mala mujer, mala cabeza. No guardaba sus centavos. Los domingos se iba al muelle a recibir la brisa fresca del mar, a disfrutar de su amistad con los marineros y a que nadie la juzgara por la pañoleta roja en sus cabellos, su blusa blanca donde traslucían sus pezones y el cuerpo oloroso a perfume.