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martes, noviembre 12, 2024

Las imágenes de Tehuantepec que permanecen ante el derrumbe

Reportajes

César Rito Salinas

Ese
círculo que
forman las sillas
Alberto Blanco, EMNBLEMAS

Hay una casa en el barrio Santa María, Tehuantepec, donde la madre juntó hojas secas, ramas caídas del árbol, al ponerse el sol, cuando llegaba la nube de zancudos -tarde bermeja-. Ella encendía el fuego, disponía la atmósfera para contar la historia; junto a sus hijos en el patio, untados al humo, la amorosa defensa contra los zancudos.

Diego y Frida en uno de sus viajes al Istmo de Tehuantepec escucharon al ciego Cenobio tocar su flauta de carrizo, en la estación de San Jerónimo Ixtepec; un día mandaron por el músico, lo invitaron a la ciudad, allá tocó pitu nisiaba (flauta de carrizo, en zapoteco) para Bretón, en aquella fiesta ofrecida por los pintores al padre del surrealismo, en abril de 1938.
Para seguir el viento y acariciarlo con la yema de los dedos, para tocar la claridad del día, el canto de los pájaros, para marcharse y regresar con el tren; para eso sirve estar ciego. Que me regrese la vista ni San Gerónimo Doctor lo quiera. Ciego nací, ciego encontré la vida. Desde que tengo memoria mis ojos están muertos, mejor. Así no miro la cara de cuche de los militares, las perradas de la gente, la traición de los políticos; ciego ni siento las prisas por ganar dinero; para hacer mis cosas no necesito la luz, no tengo vergüenza, soy ciego, sólo escucho y cuando paran los ruidos me pego a un árbol y orino. En mi cabeza no guardo miradas, allí tengo sonidos y voces; las risas. Traigo bien acostumbrado al cuerpo, como decía mi madre, “bien meado y bien cagado antes de salir de casa”. Para mirar el tiempo tengo buenos oídos, antes de las ocho tiembla la tierra y se escucha como un tropel de bestias que vienen allá por el campo, el tren pasajero que llega de Salina Cruz. En la tarde suena de pronto un rumor de río grande, lejano, de aguacero de agosto que se anuncia, el carguero que ya regresa de Puerto México. Esas son las dos horas del día, cuando se marcha y cuando regresa el tren. Antes que pase en temblor de la tierra, en la tarde, llega el olor de la mierda, que a eso huele la carga de petróleo. Pasa rápido y no se detiene, por ahí entre las vías me busco la vida, doy la vuelta para esperar que Mariana cierre el puesto en el mercado y regrese conmigo a casa, juntos. Antes del tronido de tren, entre la mañana y la tarde me busco las horas, llego al centro donde me encuentro con tantos y tantos olores y tantos recuerdos. Con el olor que sale de las fondas recuerdo a mi madre, la pobre era cocinera, desde niño me enseñó la vereda de la casa al mercado. Una vez estaba caminando perdido, había andado mucho, y me orienté por el olor de la comida, pescado lisa lampreado, el aceite caliente, el olor del huevo batido con la carne gruesa del pescado vuela alto y baja hasta la nariz del que camina perdido en esta tierra. Así encontré el mercado, las voces de gente. Porque me guían voces y olores hago esta vida.
Una mujer pierde a su hijo, para velar el sueño de la criatura muerta canta. Con la canción de cuna devuelve la vida a su hijo; yo la acompaño desde la esquina, en la noche, con mi flauta de carrizo; en la ciudad de México toqué mi música para el cabecilla de los surrealistas, dicen que hay testimonio de ese viaje en una partitura que trabajé con un joven músico que escribió la letra de Cuatro Soles; no espero nada de la música que dicté, los papeles se pierden o nadie quiere encontrarlos.
Con la flauta en la bolsa de mi camisa, junto al corazón, hago el camino, sé que nada me pasará porque ¿quién golpea a un perro abandonado? Sólo la gente sin entraña, que la hay; gente que, con ojos y sin ojos, encuentras en tu camino -la envía tu suerte, que también es ciega.
A veces me da por maldecir mi condición de pobre y camino, ando mucho, perseguido por infiernos. En la cantina del Melesio, cuando el sol aprieta, al mediodía, cuando el sudor baja por mis brazos hasta mis manos, encuentro la paz para esta vida. ¿Dónde más se encuentra la dicha si no en la sombra fresca? El pueblo es chico pero los recuerdos fijados en el olor y los sonidos lo hacen grande, de horas dichosas. No hay nada como el olor del patio de la cantina, huele a mar y montaña, a cuarto con mujer desnuda y a día nuevo en el patio de la casa de mi madre. Ahí en la cantina llego temprano, antes de la una, cuando se encuentran unos pocos hombres perseguidos por su noche, la cruda resaca, que piden canciones de amor y desgracia, revolución y muerte. El hombre es tristeza grande, puro desvarío; para esos hombres de aquella suerte que nadie pide, la desgracia, los arranca la música y la borrachera.

  • Pitero, échate una.
    El hombre toma para acompañar tanta soledad sobre la tierra.
    Me pego a la sombra del almendro y mis dedos buscan recoger en los recuerdos lo que tocaba mi padre Mariano, el abuelo Juan. Ser ciego es eso, buscar la aprobación de la familia entre los recuerdos; el futuro que llega entre la yema de los dedos y el oído. Escucho las canciones de tristeza y odio de mi abuelo y trato de acariciar su rostro viejo, cansado. Sé que estoy en la cantina, pero en mi cabeza estoy en el patio de la casa, en la hamaca. Entonces sale la música. Y es como si el viejo estuviera ahí, maldiciendo su desgracia de ser campesino y pobre, valeroso combatiente de la revolución, soldado de la bola. En la cantina de Melesio, ya entrada la tarde, cuando el aire refresca se acercan las mujeres, piden canciones de amor. Me gusta la voz de las mujeres, suenan como canto de los pajaritos madrugadores. Y sus risas se juntan en el aire como agua que baja por sus cuerpos en la playa del río.
    Los viejos me enseñaron a ganarme la vida con el carrizo, a encontrar la forma de la música. El oído, decían, en el oído están los sentimientos. El abuelo y mi padre me llevaron al río, allá por Cheguigo Juárez. Buenos días, Juan, buenos días Juan Pitero, le decían a mi abuelo. Mi padre fue gente sin cabeza, necio, torció el don de la música que le dio la tierra, se hizo matancero de marrano. Y así lo conocían, por su apodo, Mariano Cuche. Era bravo cuando se emborrachaba, pegaba a mi madre; ella lo quería, fue a sacarlo de la cárcel más de una vez. Mi padre le reprochó el hijo ciego que le había dado, inútil, que no podía ayudar con el trabajo. Cuanta desgracia será para un padre tener sueños de dinero y sólo contar con sus manos para lograrlo. Mi padre murió de alcohol, nunca fue rico, nunca hizo dinero. Por la tristeza que le dejó el poder y las mujeres que nunca tuvo, tocaba canciones con sentimiento. Mi madre marchó tras él para protegerlo, yo pegado a la enagua de mi madre. Todo lo que ganaba se lo gastaba en alcohol. Por eso mi abuelo me enseñó a ganarme la vida con la flauta de carrizo, para sacar la música y proteger a mi madre con mi trabajo. Ya borracho mi padre decía, “con la revolución triunfante habrá sacrificio de animales, festejos, nadie lo puede parar”. Imaginaba fiestas. Mi abuelo replicaba con esa verdad grande, “la gente será triste, habrá necesidad de olvido y alegría para que alguien cambie sus horas ingratas con la música”. Yo de ciego pude disfrutar más que mis mayores. Por ahí se ganaban la vida en las fiestas titulares, en los cumpleaños, en alguna comida que hacía la presidencia municipal; a los políticos no les falta el festejo. Mis mayores me enseñaron a escoger el carrizo para la flauta por el sonido que deja el viento al pasar entre los canutos. ¿Qué más podían hacer por un desgraciado ciego? Buscarle acomodo en la tierra, enseñarle los sonidos, el tono de la voz del que sufre; me enseñaron a ser un descarado y ofrecer música cuando la gente espera la muerte.
    Me dijeron que nací en el 21, puede ser el 21 o el 10, el año de la revolución. Un ciego no entiende de las fechas del calendario, los años, sólo sabe sumar desgracias a la desgracia. Ni mi madre ni mi padre ni el abuelo Juan sabían leer, poco importa. Sabían de conservar la vida y cuando escuchaban el tropel de los caballos se metían al pozo, federales y revolucionarios robaban mujeres y comida. Esa fue mi infancia, estar con el oído despierto y buscar con la mano la mano de mi madre, correr con ella, guardar silencio como si de pronto nos persiguiera la angustia, ocultos hasta que los cascos de los caballos se escuchaban lejos.
    Los caballos convierten en bestia y Dios para los hombres, lo sé desde niño, me lo dijo mi madre. Sobre el caballo el hombre es dos, instante y furia, fuego y rencor; velocidad y trueno. Truena la reata en el aire, resoplan los belfos del animal, el hombre echa lumbre por brazos y piernas. Arriba de la montura, desde el aire, la distancia se acorta, lo repiten las campanas cada tarde. El hombre sobre el caballo es Demonio con sombrero, roba mujer, ganado, mata a otros hombres; perseguido por la lumbre, queda en la memoria el galope de los caballos.
    El pueblo sufre, lo sé porque escuché maldecir a mi padre, no hay dinero o no encuentran la dicha. El pueblo sufre, maldecía el abuelo, mi madre. La tristeza es grande, crece desde los pies hasta el pecho y sale por los ojos, se extiende por calles y casas, como el fuego, por el parque y el mercado, la iglesia y los barrios, ocupa la presidencia municipal, desde la silla grande gobierna, sale y se va al río, regresa con una botella de mezcal en la mano, entra a la cantina y pide más mezcal, no se harta. Luego se topa conmigo, y le toco la música que más le gusta.
    Escuché a mi madre llorar por mi padre, era tan grande su amor por mi padre; la escuché llorar por mi destino; sufre la madre de un hijo ciego, nada vale un hombre pobre y ciego.
    ¿Has escuchado el bronce de las campanas?, anticipan la guerra.
    Las campanas convocan abrazos de amor entre las despedidas, tienen sonido de los huesos que se parten, resuenan como un río que corre sobre piedras, entre carrizos que aguardan pacientes para desarrollar su poder que roba sentimientos.
  • Pitero, ¿qué es lo que más te agrada?
    Me gusta el tren porque parece un hotel, aquella vez en la ciudad de México pude saludar a Diego Frida; Bretón, el padre del surrealismo, escuchó mi música, como gato en la ventana guardó silencio, en mis tinieblas pude sentir sus ojos posados sobre el sabor de la música, a los pocos días regresé al pueblo.

De vez en cuando me arrimo al fuego, el humo trae de vuelta las certezas cuando me descubro incompleto; puedo poner palabras sobre la tarde bermeja. ¿Qué puedo decir de la sopa de lentejas? Cuidó mi infancia de huérfano, nada sabía de quiebras económicas, huracanes nivel 5, desgracias. Cuando tembló en el 17, entre ruinas, comí lentejas; no pude encontrar nada mejor a la hora del derrumbe.

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