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jueves, noviembre 30, 2023

La laguna oculta

Reportajes

Todos volvieron la cara con un gesto de incredulidad, algunos hasta de mofa, cuando Gallo les aventó la infausta novedad a la jeta: «para que lo vayan sabiendo, y no es cuento mío, la Laguna de Huehue acaba de desaparecer». “Ahí, frente a mis ojos, se chupó a sí misma como cuando uno le da el último sorbo a la taza de telimón y el asiento de la taza queda hasta blanqueando de limpio. Ah verdad, ahora todos van corriendo a cerciorarse si es efectiva la razón de mi noticia, mientras más tarden en llegar, más tiempo les durará la incógnita, porque, aunque los que van de vuelta les den la misma información que yo, no les van a creer; este pueblo debería llamarse «Santo Tomás», no que se llama Huehue. Para nombrecito que nos endilgó algún patriarca azteca, de esos que abundaban antes de que se nos perdiera el juicio por hacernos conformes con hablar una lengua de cabreros, proveniente me dijo mi abuela de un lugar donde hay unas cuevas con dibujos muy parecidos a los que escarba Sabino en los troncos de los pochotes que va secando el rayo”.

“Viejo susto que me llevé, pues cómo, y la laguna ¿a dónde carajos se fue a meter?, ¿cómo es posible que tanta agua, así nomás porque sí, se haya vaciado en no sé qué parte del terraplén que Dios le hizo a nuestro pueblo de impíos; porque, ah verdad, los rezos sólo para cuando tenemos el agua hasta el cuello, es decir como ahora, que no va a ser el agua, sino la sequía». Gallo seguía con su monólogo desde la penumbra madruguera, mientras la gente en febril procesión iba y venía de esa laguna a la que habían catalogado como «la vena de su corazón».

No, con Sabino es otra cosa, hemos ido a recorrer con él toda la vuelta de la Laguna, de ahí nos remontamos por el arroyo que baja a Laborío para regresar cargados con una pila de piedras lajas en las que mi amigo acuesta a la gente mientras les va sacando el mal aire que traen jondiado entre las costillas. «Mira Gallo», me dice, «es ahí donde se nos atora el mal aire, por eso, aunque se sienta en el pecho, hay que largarlo del huesamento de los costados; también funciona la gallina metida en un huacal embrocado, pero no es tan efectiva como estas piedras tabludas, aquí se queda todo el mal aire y se hace roca; vaya, así ya jamás vuelve a mortificar a algún descuidado paseante nocturno de esos que van a la aventada en territorio ajeno. Tómalo muy en cuenta, Gallo, si te llegara a pasar, te traes tu piedra y otras más para no hacer viaje en balde, y aquí te chispo el mal aire que sea, hasta ese que luego se anda agarrando de las tripas”.

Un día nos fuimos con Sabino por el mar; «vamos», me dijo, «no está lejos». Yo, como a Sabino le tengo ley, lo fui siguiendo por una bajada tan pero tan larga que pensé con cierta preocupación en la posibilidad de retirarnos tanto de Huehue y su laguna, que al cabo se nos fuera a complicar el retorno, sobre todo a mi tan dado a desorientarme hasta en el patio de mi casa. Pero Sabino se sabía muy bien el camino de ida, así como el regreso que, se los juro, aunque sean idénticos, son mucho muy diferentes, sobre todo porque el primero está casi a plomo, y el segundo tan empinado que se dificulta sostener la vista en lo alto, por lo que es preferible avanzar casi a tientas y con los ojos clavados.

«Este es el mar», me dijo Sabino, y como lo primero que vi fue una pendiente de arena, pensé que el mar no tenía mucho que lucir; sólo que, unos pasos adelante, comenzaba aquella represa descomunal a la que propios y extraños le llaman mar. Me percaté que, a diferencia de la Laguna de Huehue, esta laguna inmensa es de agua salada, como si los ojos de Dios la hubieran llorado por alguna causa por nosotros desconocida. A ese respecto Sabino no me dijo gran cosa, únicamente que el mar es el padre de todo lo creado sobre la tierra; así entendí que también, de algún modo era papá de la laguna de Huehue, no sé si en calidad de legítimo o de bastardo, porque, vive Dios que, cabalmente, bastardo no es el hijo, sino el padre; en estos pensamientos saqué en claro que, por razones de peso, si el Mar es el padre de todo lo creado es, con toda justicia, el efectivo, el verdadero padre de la Laguna de Huehue, y ha de haber tenido sus razones para dejarla allá arriba a cargo de todos nosotros.

«Mira Gallo», me apremió Sabino de manera muy gentil, «ya deja tus meditaciones porque tenemos que activarnos antes de que nos sorprenda la noche a medio camino dificultándonos el regreso».  Hice mucho caso de la alerta de mi amigo, y partimos cuando el ultimo gajo del sol se perdió en aquella impensada cantidad de agua con sabor a suero para penches deshidratados. Si el camino de venida fue pan comido, el de regreso tuvo las mismas características, aunque en este caso se trató de pan duro, porque escalar la pendiente nos exigió un mayor esfuerzo tanto a Sabino como a mí, de tal manera que se nos dejó venir encima un hambre de perro en vigilia. Por fortuna Sabino conservaba en su ramada unas cecinas secas de tepezcuintle de las cuales me convidó, aunque yo, a diferencia de él, me las embuché sin pasarlas por las brasas. «Si que eres un Sí que eres un jambado», me dijo, «pero la comida, como todo, también va en gustos».

De esa experiencia que les cuento, ya tiene sus días, también de los tiempos en que Sabino curaba con lajas y escarbaba dibujos extraños pero bonitos sobre las cortezas de los pochotes y ceibos que secaba el rayo. «Las cosas no son para toda la vida, Gallo», me dijo, «nadie llega para quedarse y el mundo es tan espacioso que resulta un desperdicio permanecer por mucho tiempo en un solo lugar». «Lo que miran nuestros ojos no es para siempre, Gallo,» me dijo, mientras humeaba con una vela de sebo un tejido de palma hecho por él mismo con mi ayuda desinteresada y entusiasta. «Estos petates te los voy a dejar cuando me vaya, para que los conserves hasta donde se pueda, en ellos he puesto mi entusiasmo para poder contar una historia que en el futuro nuestros descendientes andarán buscando con mucho afán». Lo de descendientes no lo pude entender bien porque por ejemplo yo no había tenido ni mujer, una por no atreverme, y otra por no considerarlo tan importante; de él, que les puedo decir, a diferencia del mar, se rumoraba que era el padre real de una buena parte de los muchitos del pueblo, que si por curación, o que si por acción directa en esas venteadas nocturnas en las que no corría ningún riesgo por ser el poseedor del don.

Sabino partió con rumbo impreciso un martes por la mañana; corría el agua abundantemente por el Arroyo del Chino cuando bajamos con sus pertenencias acomodadas en dos talegos de tamaño regular. «Amigo», dije yo, «siempre», pronunció él; tomó sus cosas y sin agregar más a lo dicho, echó a andar hasta que su figura se fusionó al camino como última evidencia indiscutible de su partida.

Justo a la semana del suceso, va y que se seca la Laguna. Después del azoro y la incredulidad, la gente tuvo que aceptar el hecho, sin mediar explicación alguna en vistas de que fue un suceso inesperado y sorpresivo. «Se la chupó la tierra», decían unos, «no es buena señal», compartían otros. Lo consiguiente fue que el vaso de la laguna comenzó a rellenarse por efectos del viento y de las polvaredas que este traía consigo. A los pocos meses el sitio era un terreno plano que separaba las casas ya sin ninguna justificación. Fue por esto que el círculo de la aldea se fue estrechando y el área de la laguna, de ser un espacio más o menos equivalente a diez campos de futbol, terminó convertida en una plazoleta cuyo único vestigio de su pasado lacustre fueron las golondrinas que llegaban cada verano a buscar las frondas de los árboles ya para cierto tiempo inexistentes.

Resulta que yo, casi al cumplir medio siglo, conseguí casarme con una mujer a la que le llevaba en edad más del doble, ella me parió un penche al que le pudimos por nombre Eustaquio. Lejos habían quedado aquellas historias de la Laguna de Huehue, Sabino, sus lajas y la costumbre que tenía de roturar los troncos de las parotas con una navaja simple de esas que se usan para pelar naranja, y de humear sus petates con una vela de sebo que el mismo fabricaba con la grasa que le regalaba el único matancero del lugar. Antes de partir tuvo el cuidado de desprender algunas de las cortezas roturadas en la tronquería de palos avasallada después para el acercamiento del caserío a la vuelta ya perdida de nuestra querida laguna. Taquio, no sé si por menester de la sangre o por tanto «pan nutrín» que le dimos de nene, a los pocos años desarrolló una estatura y una fuerza más allá de lo común, para él era cosa de juego mover de un lado a otro las lajas de Sabino o ponerse a la altura de los ojos las planchas de madera pacientemente decoradas por el inolvidable saurín. En una de esas revisiones me sacó de balance al cuestionarme, casi con enfado, el motivo por el cual los comuneros habían tumbado la palotada crecida a los dos lados del Arroyo de Laborío; me dijo: «tú, como comunero lo debes saber muy bien». No quise contarle que el único que se opuso fui yo, a esas alturas cuánto podría importar. «La laguna se secó por eso, y no por embrujo, aquí lo relata Sabino; al despojarla de su cobertura y al pelonear el arroyo, un hilo de agua no fue suficiente para mantener a flote la laguna, un humedal se seca con las rozas hechas a lo tarugo».

Tiempo después de aquella plática, a propósito de escombrar un área para construirle su choza a Taquio, intenté retirar las lajas que de algún modo Sabino me había heredado. El muchachón me lo impidió; «son muy valiosas», me dijo, «no las tires, a mí me van a servir». Entonces me compartió que, en las esteras de palma, Sabino dejó toda la información respecto a daños y curas posibles de verificarse en los seres que poblábamos aquellas dehesas. «Por ejemplo», me dijo, «dejó consignado que tú tienes tonal de alagarto viejo, por eso el talante que te mandas, resistente a todo, paciente y comprensivo». «Y uno que se tiene que conformar con no saber cómo es», le dije. Para esos tiempos casi había olvidado que mi amigo me había acomodado el tonal antes de irse; vaya, ni tuve la curiosidad de preguntarle cuál era o sí, por necesidad, me lo había cambiado a última hora. Aquel pormenor de ser «alagarto viejo» me puso tan de buenas que me fui, lo que nunca había hecho, a tirarme un marro de mezcal al palenque de Beto Luis, con quien terminamos siendo compadres de grado, el compadre apeó su violín y con la vista me invitó a sonajear la charrasca que estaba ahí muy a la mano. De ese talante, hilvané unas coplas dedicadas al recuerdo de Sabino y la Laguna Seca:

En donde había una laguna,

ora sólo hay polverío,

tú que no sabes de amores,

jamás lograrás el mío.

Sabino cura el entuerto

y el mal de la llenazón,

pero no puedo pedirle

que alivie tu corazón.

En el tronco de una ceiba

escribí tu amor un día,

sin pensar que con el tiempo

otro amor lo borraría.

El que canta da el final

y se va por donde vino,

la laguna se secó

cuando se marchó Sabino.

Iba entrando ese rumor que sólo se escucha de madrugada, un ruido sordo como de una multitud que reza, cuando salí del palenque de Beto Luis, confiado porque ya habían pasado la mala hora y el tiempo del mal aire, cuando, por entre los claros que dejan las parotas en el sitio en que las siembran, vi venir una avalancha de gente dando voces de alarma, hablaban de matar una serpiente por ser la responsable de haberse tragado la laguna para ir a escupirla al mar, que había regresado a hacerle más daño al pueblo y era urgente inmovilizarla y privarla de la vida. Me replegué lo más que pude al tallo de un enorme huanacaxtle, hasta perderme en los canales que se le forman donde arranca la raíz, a modo de no verme forzado a tener que sumarme a aquella pesquisa aventurada. Al llegar a mi estancia descubrí que Taquio, con la serenidad de un monje, me aguardaba al pie de las trancas. No me dijo nada, miró el cielo con un gesto de absoluta confianza, me echó el brazo al hombro y con orgullo sincero exclamó: «gracias por ser mi padre, alagarto viejo».

Fernando Amaya

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