Las hormigas bajaron, comieron mis ojos. Mi madre lavaba ropa, metida en el río hasta la cintura. El sol brillaba en el agua, como ojos de avispa. Ella me dejó con mi hermana, bajo la sombra del limonero. Mi hermana escuchó la música, salió al camino; en la arena pasaban los bueyes adornados con flores, las carretas repletas de mujeres rumbo a la fiesta de Santo Domingo, era agosto.
Crecí con mi tía Elena y con mi hermana; mi madre se fue tras mi padre. Para la mujer del marino un hijo ciego resulta demasiada carga. A mi padre, marino militar, lo cambiaban de puerto cada seis meses. Mi madre conoció de Norte a Sur el Pacífico mexicano; un mar, muchos mares (las islas, todas las islas), en ellos cargó con su tristeza. Cuando mi padre murió regresó con nosotros a casa de los abuelos. Yo ya podía valerme solo, conocía las costumbres del perro y la gallina, atravesados entre la puerta y los geranios; sabía de las estaciones del año, los días de la fruta en el patio; del sol y del viento, que a veces se detienen junto a la puerta.
Un día mi hermana llevó un libro a casa, se pasó la tarde mencionando palabras nuevas. En mi ceguera tengo que palpar las cosas para saber de ellas y poder nombrarlas. No hablo de lo que no conozco, digo hermana porque sé de su rostro, su voz. Me muevo poco porque pocas cosas puedo nombrar. Como los animales sólo atisbo. ¿Cómo describir el libro? Filoso cristal, casa del viento. Si lo tomo del lomo agita sus hojas, como el árbol. Con el libro en las manos no tengo cuerpo porque soy el aire que agita las hojas.
El libro guarda olores, puse mi lengua en su borde, corta; como cortan las tijeras de tía Elena.
Una tarde mi madre ordenó a mi hermana bañarme, me había revolcado en la arena. Yo tendría cuatro, ella, mi hermana, a lo más, seis años. Cada que mi hermana aprende una cosa nueva me la transmite, su generosidad es mucha. Ella me enseña las cosas, dice jabón y toco la pasta olorosa; dice agua y palpo el agua. Ella había regresado de la escuela con su mochila de libros; yo escuchaba que ella juntaba letras, leía. Pensé que leer era perder la vista o ver con los ojos a oscuras, como cuando toco a mi perro, al árbol, los animales del patio.
Ella me dijo junta las letras de tu nombre y deletreó mi nombre; yo estiré los brazos, con la punta de los dedos toqué el agua donde se revolcaban las letras –toqué el filo frío de las letras, pero no tuve miedo-; parecían hormigas que trepaban por mi cuerpo; mis labios repitieron con certeza: ciego.