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viernes, octubre 11, 2024

Algo sobre el trabajo de los viejos albañiles

Reportajes

César Rito Salinas
Tarde de miércoles, desapasionada tarde. Llueve. Tengo pendiente hacer dos entrevistas, redactar, pero ya no me altero -me mantengo confiado como un viejo albañil al que le encargan levantar un muro y, mientras se decide a trabajar, mantiene los ojos en las cartas de su juego solitario.
Que se apuren los que llevan prisa.
Escribo, pero no escribo lo que debo escribir. Me alegra tener la luz de una lámpara que construí con pedazos de varias lámparas -y con Tape.
La luz cae directa, de arriba hacia abajo. Tomé un perchero de metal y le agregué la cabeza de una lámpara de restirador, el engendro salió singular, de patas largas, flaco,
Algo, cabezón.
Pero con buena luz, sin sombra.
Me agrada trabajar con buena iluminación sobre el trasto de las palabras, y sin brillo en la pantalla ni en los botones de las letras del tablero.
La luz que cae de arriba hacia abajo resulta buena para escribir.
Me agrada esa imagen del oficial de albañilería viejo, que no pide al patrón ayudantes, chalanes. Solo pide su paga puntual al finalizar la semana, y que lo dejen solo para que trabaje cuando se le hinchen las pelotas. Porque dominar el oficio tiene eso, uno ya no cae en pasiones, prisas, urgencias por ver el final.
No.
Uno trabaja con lo que tiene, y lo que tiene es su cuerpo de maestro de su oficio.
Así que en la tarde del miércoles preparo la comida de Catalina, hablo un rato con ella. No pienso en nada. Esa condición -mantener sin tensión la cabeza, no pensar en el trabajo que tengo pendiente- le da frescura a la letra.
La gente que escribe busca originalidad, eso me parece ilógico -yo busco hacer el trabajo, lo de ser original es algo que no me corresponde a mi realizarlo.
Trabajar sin tensiones resulta lo más efectivo para el texto, los trabajos salen bien. Uno escribe como uno escribe -sin ganas de agradar o de sorprender sino por el puro hecho de construir la comunicación entre el lector y las letras que se juntan en la página.
Así se abordan los géneros, como buscarle la cara a la piedra, el borde que mejor se acomode con la piedra puesta anterior a ella.
Porque a esto es a lo que me refiero cuando escribo que la única obligación del escritor es ser fiel al tono de la página anterior escita por él. Escribir forma un edificio -un edificio de significados, intenciones, sentidos.
La cosa es fácil, como agarrar la copa sin que la copa se de cuenta y cogerla por sorpresa, sin mostrar intenciones, y beberla cuando la copa menos espere que la levantes en vilo, la lleves a tus labios y vacíes su contenido en tu boca.
Se llama compulsión por beber -y esta es la copa que mejor sabe, la que llega a tus labios por sus propios poderes y sin tener tu voluntad, tu permiso.
Así viene la escritura, con el efecto de una sorpresa.
Pongamos el caso contario, que uno se atormente, pierda en sueño, sufra por el trabajo de escribir. Al final se notaría la prisa, la urgencia por poner el punto final.
Y cuando se levanta la mano como su estuvieras en la barra de la cantina, sin pensar, sin intenciones, la cosa ocupa la extensión que debe ocupar, sin recortes ni complicaciones con la gramática.
Uno escribe como ha de escribir, sin poses.
Porque la letra es el mundo lógico en la expresión del pensamiento. El secreto está en que se deben masticar las palabras antes de bajarlas a la pantalla.
Sí, masticar palabras.
Trataré de explicar este punto.
Se escribe con las papilas gustativas, el sitio donde reposa la memoria. Como beber mezcal, en las papilas guardamos la llave del lenguaje, la minúscula llave que abre el viejo cerrojo y con frecuencia extraviamos.
Las palabras están en tu cabeza, estamos hechos de palabras. El juego está en que sientas el peso de cada palabra que escribes en tu paladar, en el cielo del paladar -y vayas al almacén donde guardas las palabras, a tu memoria.
Y con lo que salga de ahí le ventas tu escritura -con palabras verdaderas.
Y para lograr esta parte tardas años y años de entrenamiento.
Sé de mezcaleros que tienen atrofiado el sentido del gusto, y le echan limón y salsa chamoy, churritos a su mezcal.
Así el que escribe, cundo se carga de términos fatales -horas de entrega. Cierras tu memoria, el sitio donde guardas todas las palabras que te saben, te significan -si cierras tu memoria cuando escribes te cortas un brazo, solo hay que recordar que contamos con seis funciones del lenguaje, la sexta es la función poética.
Y si escribes apurado se escriben puras borradas pretensiosas.
Para mí que el secreto del buen tono de una página está en las papilas gustativas, ahí comienza el sentido del lenguaje, porque ahí guardamos aquellas palabras que ocupamos que tienen un significado para nosotros antes que se compartan en el texto.
Porque al escribir somos otro, no es el mismo señor que va temprano a la escuela a dejar a su hijo, ni es el mismo que sale cansado de la oficina, que cumple con entregar la quincena. No.
Hemingway lo dijo, escribimos cosas únicas, jamás pensadas por la humanidad.
Me sorprenden los escritores que quieren escribir desde la angustia, las prisas o la embriaguez; de ahí no sale más que repetición y dolor, angustias.
Y el oficial viejo debe estar dotado de un sentido que detecta la prisa en el texto, aquello apurado. Hemingway pedía en su decálogo que el escritor estuviera dotado de un detector de la mierda; a esa mierda yo la llamo la prisa, urgencia.
Hay gente que muere por ser célebre -y eso se nota en su escritura.
Narrar es elidir -ocultar-, y lo primero que debe ocultar será al tiempo de las prisas.
Eliot le dijo a Pound, en aquel prólogo de su Tierra baldía: el mejor artesano.
Porque se trata de entregar lo mejor a los lectores, de llevar palabras que carguen con significados, que respondan y acompañen en tiempos de la prisa a los que padecen angustia. No se le puede dotar de cerillos encendidos a una persona que está roseada con gasolina, no.
Necesitamos entregar palabras bálsamo, sanación.
Cargadas de extrañamiento (Scholovsky).
Los lectores llegan a casa cargados de problemas, buscan un momento de reposo. Y eso le debe ofrecer el que escribe, reposo para su vida de prisas.
Llueve, qué carajos; la lluvia es mucho mejor que la escritura.

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